“Tenía que sobrevivir al accidente, con 19 años, para ayudar a que otros niños, con sus propias cordilleras, también tuvieran su oportunidad”.
“Una de las escenas imborrables de la montaña, ocurrió el primer día de la caminata final para atravesar la cordillera de los Andes, en una escalada que duró diez días, habiendo perdido 30 kilos, sin equipos, sin nada.”
En la tragedia del 13 de octubre de 1972, cuando tenía 19 años, y cursaba segundo año de Medicina en Uruguay, Roberto salió prácticamente ileso. Ello le permitió desde un primer momento desplegar una actividad frenética para escapar de la trampa. Primero como “médico”, atendiendo a los heridos. Luego como organizador, creando las hamacas para los heridos o colaborando con la idea de usar los cuerpos de los muertos para alimentarse y ganar tiempo. Por último, en la tarea más dura, asumiéndose como expedicionario, después que uno de sus compañeros, Arturo Nogueira, que terminó muriendo en la avalancha, le dijo: “qué suerte tenés tú, Roberto, de que podés caminar por los demás”. Y eso hizo, en los Andes y durante toda su vida.
El propio Roberto lo explica así:
“Una de las escenas imborrables de la montaña, ocurrió el primer día de la caminata final para atravesar la cordillera de los Andes, en una escalada que duró diez días, habiendo perdido 30 kilos, sin equipos, sin nada. En esa primera noche, cuando nos estábamos por congelar, sin encontrar un lugar para poner el saco de dormir que habíamos cosido con pedazos del avión, encontramos una roca que nos permitiría colocarla sin despeñarnos al vacío. E inmediatamente que la colocamos, el viento se serenó, y surgió la luna, enorme, ahí nomás, la podía tocar, y sentí que la luna venía a decirme que me permitía seguir viviendo esa noche. Cuando a veces estoy abrumado por los problemas de mis pacientes, salgo a buscar la luna en las noches, y es la misma luna de diciembre de 1972, que viene a decirme que no desfallezca, que persevere, que se puede cambiar el final predeterminado de la historia”.
Si bien nunca dudó en estudiar Medicina y Cardiología, la carrera y especialidad de su padre, esto se potenció en los Andes, que lo llevó por el camino de la cardiología pediátrica, en particular en la atención de niños con cardiopatías congénitas graves. “Antes que tratar adultos o personas mayores, con otras patologías, prefiero lo más desafiante, los más indefensos, los niños que ‘vinieron mal armados de fábrica’, los que hasta hace poco tiempo no tenían oportunidades”, expresa Roberto.
Roberto agrega:
“La aureola de los Andes, el hecho de que sea un acontecimiento mundialmente conocido, me abrió las puertas de los centros médicos y de los médicos más prestigiosos del mundo, y con ellos hemos armado una red, de modo que a muchos de mis pacientes no solo los veo yo, sino que sus ecografías se presentan en ateneos en todas partes del mundo. O sea, para cumplir cabalmente aquel compromiso que asumí en el 72 con mis amigos muertos, pude ampliarlo con una red que integran médicos de todo el mundo, para estirar los límites de mis pacientes, permitirles que amplíen sus horizontes, como me sucedió a mí en el 72”.
No se comprende cabalmente quién es Roberto si no se comprende el vínculo con la familia, la relación con su mujer y sus hijos. El principio de todo se forjó en su propia familia: en los Andes él sabía que su padre lo estaba buscando, como efectivamente lo hacía, porque “si él se hubiera perdido, yo lo hubiera buscado hasta debajo de la última piedra”, como él señala.
Respecto a su madre, Roberto lo narra así: “Tres años antes del accidente del 72, en mayo del 69, tres compañeros del colegio se ahogaron cuando iban a la Isla de Flores en una canoa, en Montevideo. Y mi madre me dijo que ella no sobreviviría si un hijo muriera. Y esa fue una razón muy poderosa para que yo jamás bajara los brazos en los Andes, para que pusiera todo mi empeño para volver a ella”.
Su mujer, Lauri, recuerda su encuentro con Roberto en el Hospital de San Fernando:
“Entré a la habitación despacito y cuando lo vi, recostado en la cama, envuelto en una túnica blanca de hospital, la negra barba larga y rala, con el rostro tan enjuto, me costó reconocerlo. Roberto me hizo un gesto con la mano para que me aproximara, y quise abalanzarme sobre él como imaginaba que debería arrojarse una novia de diecinueve años sobre el príncipe encantado que regresa de las tinieblas. Pero lo que encontré entre mis brazos no era lo que esperaba: el príncipe azul era un esqueleto escuálido, con los labios resquebrajados, a los que ni siquiera podía besar. Entonces estiró un brazo y tomó, de la mesa de luz, un envoltorio que conservaba como si fuera el regalo más precioso imaginable. Cuando lo abrí, no pude disimular la sorpresa al encontrarme con un pequeño trozo de queso, amarillento, sucio, que le dieron los arrieros en Los Maitenes. ‘Caminé por ti, Lauri’, musitó”.
Su hijo Hilario sostiene que:
“Todo lo que aprendí de mi padre no me lo dijo sino que lo vi haciéndolo. Vi una actitud que no he visto en religiosos, misioneros, en médicos, en políticos, porque es muy silenciosa y muy humilde. Es la actitud de respetar a todas las personas por igual, en línea horizontal, donde todos somos similares pero haciendo cosas diferentes. Y lo segundo que siempre vi, es que nunca da nada por perdido. Jamás”.
Su hijo Tino lo define así:
“De la expedición final de mi padre en los Andes surgen, para mí, sus improntas. La principal es que esa caminata funciona en positivo. Las permanentes adversidades que padeció en los Andes, a otras personas les harían temer que se repitan, los prepararía para las casualidades fatídicas. En él operó al revés. No sé cómo, pero confirmó que lo negativo es una aleatoriedad remota. Él es el ejemplo extremo de una situación pesimista, pero es eso mismo lo que lo catapulta al otro estado, formando un círculo virtuoso que él mismo propaga”.
Su hija Lala lo define así:
“Creo que el principal impulso por el que papá caminó, fue para que su madre no tuviera que vivir con un hijo muerto. Él tenía que renacer para su madre, aunque ella siempre supo que estaba vivo, pero él no lo sabía. Y por eso se ha pasado la vida en esa zona fronteriza, no de la vida y la muerte, sino del nacimiento y el renacimiento, con niños que están por nacer y pueden no hacerlo. Con madres desesperadas que requieren su apoyo, el mismo apoyo que requería su propia madre. Su madre necesitaba la prueba definitiva de que ella tenía razón, y la única prueba posible era que su hijo volviera con vida. Que volviera con semejante mensaje. Lo que hace ahora es exactamente lo mismo que vivió su propia madre: es el mensajero de otros hijos que le dicen a sus madres que hicieron bien en esperarlos”.
La vida de Roberto se catapulta con la experiencia en los Andes, que a su vez definió su vida posterior, con 40 años dedicándose a una de las áreas más delicadas de la medicina, como es la cardiología pediátrica de recién nacidos y fetos con cardiopatías congénitas. Roberto ha logrado encontrar y explicar las conexiones, muchas veces intangibles, entre una adversidad extrema, como fueron los 70 días en los Andes, cuando tenía 19 años de edad, y a lo que se dedicó en su vida posterior, intentando salvar vidas de más de 100 mil niños, sus pacientes a lo largo de su vida. Hay un hilo de titanio y cristal que vincula aquel pasado que no puede cambiar, y este presente vivo, que cambia todos los días, con nuevos pacientes y nuevos desafíos, en una disciplina como la cardiología pediátrica que avanza vertiginosamente. Su hijo Tino, que también es médico, dice que su padre es un “adicto a la vida”.
Roberto lo explica:
“Es como que yo salí de los Andes con una suerte de responsabilidad extra, porque yo no solo salí por mí, sino que salí gracias a los 29 que murieron, que nos permitieron seguir viviendo. Y entonces yo soy yo pero también soy yo en representación de otros, y por eso la vida que debo llevar no puede ser cualquier vida. Porque ellos me interpelarían y me dirían: Roberto, ¿qué has hecho con la vida que te ayudamos a conservar? Eso es algo complejo, que no funciona como un trauma que me apaga sino como una catapulta que me impone más trabajo y esfuerzo, para colaborar, junto con muchos otros, a salvar la vida de mis pacientes”.
El deporte es otra forma virtuosa que Roberto tiene de canalizar la energía que lo desborda desde su infancia. Es virtuosa porque es saludable en lo físico, por la propia definición del deporte, pero con el agregado, en su caso, de que lo deja alerta y perfectamente dispuesto para desplegar sus otras vocaciones, o pulsiones. El deporte, por eso, lo complementa, y es inseparable de su personalidad exuberante El rugby, que es el que practicó con mayor asiduidad desde la adolescencia, se adecúa a su personalidad porque requiere pasión y disciplina, fuerza y templanza, ímpetu y contención. Por eso obtuvo el récord nacional de tries obtenido por un solo jugador; fue dos veces vicecampeón del Campeonato Sudamericano de Rugby; en 1978 fue invitado a representar a Uruguay para integrar la Selección Sudamericana de Rugby en el XV South African Tournament.
Un poco de su carrera:
1971-1981 jugador de primera división en el Old Christians Club. Record nacional de tries obtenido por un solo jugador. Twice rugby vice champion south american tournament. 1978 invitado a respresentar a Uruguay para integrar seleccion de sudamerica XV. South african tournament.